Por: Sergio Rubin
A la hora de vincular la fe con el bolsillo y aportar al sostenimiento de la Iglesia, los católicos en el país no se caracterizan por su generosidad. Las razones pueden ser muchas, comenzando quizá por una cuestión cultural: les cuesta asumir su corresponsabilidad. Pero nadie duda de que t iene mucho que ver la errónea creencia de que la institución es rica, o que está sostenida por el Estado, o que recibe importantes ayudas del Vaticano, junto con la insuciente difusión del dinero de que dispone el clero. Por eso, y frente a la crónica estrechez económica de casi todas las diócesis, el Episcopado arrancó efectivamente hace 10 años con un ambicioso programa para crear conciencia en sus eles , c apa c i t a r en el manejo económico a los actores del proceso y, en general, lograr un cambio de mentalidad en el clero y los laicos que, si bien está logrando resultados, conseguirlos es harto dicultoso.
“Al repasar el camino recorrido en estos 10 años, no puedo dejar de advertir que nos está resultando un camino muy lento y arduo”, reconoce el residente del Consejo de Asuntos Económicos del Episcopado y arzobispo de Mendoza, monseñor José María Arancibia. El Plan Compartir –tal el nombre del programa– ya se implementó en 31 diócesis de un total de 65 y en las parroquias que lo aplicaron sistemáticamente los ingresos crecieron en un comienzo un promedio de entre el 25 y el 30 %. Pero, en términos globales, se sigue esperando una mejora más sensible de las nanzas, como también que el plan llegue a un número mayor de diócesis. Esto, pese a que el programa es reconocido internacionalmente: sus miembros fueron invitados a exponerlo en varios países; el CELAM lo propuso como un “modelo a seguir por otras iglesias”, y se está aplicando en la arquidiócesis de Tegucigalpa y otras diócesis de Honduras. Con todo, el ecónomo del arzobispado de Buenos Aires, contador Pablo Garrido Casal –autor de un reciente libro sobre el destino de las colectas de la Iglesia– cree que, gracias al plan Compartir y las campañas solidarias de los obispos, “de a poco está cambiando la percepción de que la Iglesia es rica o que la sostiene el Estado”. Pero considera que el objetivo no es fácil porque, por caso, sobre la dimensión del aporte estatal, el artículo 2 de la Constitución, que dice que “el gobierno federal sostiene al culto católico,” generó una idea equivocada.
“La ayuda directa implica un porcentaje ínmo, y la indirecta, a través de benecios impositivos, favorece a todas las confesiones religiosas”, aclara.
estimó que la ayuda del Estado en 2007 rondó apenas el 7 % de los recursos con que contó la Iglesia (fueron unos 15 millones sobre un total de 200 millones, de por sí escasos). Un escollo interno de base que tuvo que afrontar Compartir fue cierta resistencia cultural en la Iglesia a hablar de dinero. No por nada Arancibia dijo que el primer fruto del plan fue que lo económico “haya dejado de ser un tema temido o imposible de encarar”. En ese sentido, Marcelo Galli , del área de comunicación y contenidos del programa, dice que el tema monetario “está mal visto y que, no ya en la Iglesia, sino
a veces en la propia familia, cuesta tratarlo; es común –agrega– que no sepamos cuánto gana un hermano”. A ello se suma, a su juicio, “la falta de una catequesis sobre el sentido teológico del sostenimiento y la insuciente información acerca de los fondos de la Iglesia”. Además de que “nos cuesta ser desprendidos”.
La directora del departamento de Sociología de la UCA, Beatriz Balián de Tagtachián, considera que si bien, a la hora de buscar más ingresos, inuyen muchos aspectos, la transparencia es fundamental. “La relación de una causa solidaria o religiosa con el aporte (dinero, tiempo, talento) pasa por la transparencia, por dar cuentas, por mostrar el uso racional y efectivo de los recursos; pero eso no es inmediato; requiere un proceso de concientización y formación”, dice esta sociólogoa que estudia la religiosidad en el país. En ese sentido, señala que “algunos párrocos lo experimentan cuando presentan y difunden a la feligresía sus gastos mensuales”. Cree que se debería prestar especial atención a los agentes pastorales y voluntarios, que pueden brindar un enorme aporte, “formándolos, respetándolos y reconociéndolos”. En rigor, el plan Compartir logró avanzar en esos y otros frentes. De acuerdo con una evaluación efectuada entre obispos, sacerdotes y laicos, la capacitación brindada al clero, los agentes pastorales y los voluntarios no solo posibilitó que se ejerciera una mayor transparencia, sino también una mejor organización en todos los aspectos económicos. Además, el hecho de que el tema económico haya comenzado a ser puesto en el tapete determinó, según Galli, que la transparencia “creciera fuerte”. Y agrega: “Más del 70 % de las parroquias rinde cuenta a sus obispados, un alto porcentaje rinde cuenta a sus comunidades y más del 70 % cuenta con consejos económicos, necesarios para esa transparencia”. Es verdad, además, que propuestas como las contribuciones familiares –por lo general, un sobre que se reparte mensualmente en los hogares del radio parroquial– permitieron mejorar fuerte la recaudación en ciertos lugares.
Pero los expertos coinciden en que más allá de las acciones concretas, subyace un problema pastoral de pertenencia a la Iglesia. “La forma de encarar este tema debe ser desde una comunidad que se piensa a sí misma, se organiza y sale al encuentro de todas las ovejas”, dice Galli. Lo cierto es que la escasez es tal –señala– que , si hoy se renunciara a los 15 millones que aporta anualmente el Estado, muchas diócesis no podrían atender sus
necesidades más elementales. Volvemos a Arancibia y su análisis: “¿Es comprensible que el camino sea muy lento y arduo? En parte, lo acepto y justifico porque un cambio de mentalidad en una comunidad grande y de participación voluntaria no se produce fácil ni rápidamente. Sin embargo, pienso que no cabe una resignación, sino una reexión más profunda y compartida”.