Por: P. Guillermo Marcó
Crece la incertidumbre en Wall Street y en el resto del mundo por la crisis nanciera. Este mundo virtual tenía dos pilares: el primero basado en la trayectoria de sus instituciones (Lehman Brothers tenía más de 150 años de existencia). El segundo, asentado en la conanza.
El sistema bancario tuvo su origen en el medioevo. Los Caballeros Templarios comenzaron como un pequeño grupo militar en Jerusalén, cuyo objetivo era proteger a los peregrinos que visitaban Palestina luego de la Primera Cruzada. Como los caminos eran muy peligrosos, los viajeros podían depositar sus piezas de oro en cualquier castillo de los Temples de Europa, donde le extendían una letra de cambio, es decir, un papel que no podía ser
robado y posibilitaba cobrarlo en el lugar de destino.
Con el correr de los años lograron concretar un sistema de envío de dinero y suministros desde Europa a Palestina. Desarrollaron un eciente método
bancario con el que se ganaron la conanza de la nobleza y los reyes. Así erigieron una enorme fortuna y quedaron rodeados de deudores, en muchos casos quebrados y sin posibilidad de devolver lo que habían pedido. Pero en 1307 uno de sus deudores, el rey Felipe IV de Francia, los calumnió ante el Papa que creyó la historia y se puso de su lado. Entonces, detuvieron al gran maestre francés, Jacques de Molay, y a sus principales lugartenientes,
todos acusados de sacrílegos y de mantener relaciones con Satanás. La mayoría de los apresados fueron quemados en la hoguera tras ser torturados; poco después, el Papa suprimió la orden templaria y sus propiedades fueron asignadas a sus principales rivales, los Caballeros Hospitalarios, aunque la mayor parte quedó en manos del rey francés y de su colega inglés, Eduardo II. En este caso, en lugar de liquidar la deuda, los deudores decidieron liquidar literalmente a los acreedores. Allí hubo una pugna de poder y dinero.
Jesús dice en el Evangelio: “Hijos, cuán difícil es entrar en el Reino de Dios pa r a los que confían en las riquezas. Más fácil es que pase un camello por el ojo de una aguja, que un rico entre en el reino de Dios” (Mc 10, 24) . O aquella otra frase: “No podéis servir a Dios y al dinero” (Mt 6, 24; Lc 16, 13). La avaricia, término que indica esta contradicción, viene del término avaritiam, y éste, a su vez, del verbo latino avere, que signica “desear algo con ansia”. “Avaricia”, pues, implica padecer un afán desordenado de poseer y adquirir riquezas y/o bienes para atesorarlos; es uno de los siete pecados capitales.
Desde que el mundo es mundo el hombre anheló poseer. El deseo es legítimo en la medida que busca una mejora en la calidad de vida. Pero, a veces, este motor lo traiciona.
Hay que recordar que sin capital no hay trabajo. Otra cosa es la ambición desmedida basada en la especulación atrevida que ha puesto en riesgo la economía mundial, con una impresionante cuota de irresponsabilidad. Por suerte para los que decidimos apostar a las inversiones en el reino de Dios, las cotizaciones no sufrieron modicación. Fue bueno su consejo: “No acumulen tesoros en la tierra, donde la polilla y la herrumbre los consumen, y los ladrones perforan las paredes y los roban. Acumulen, en cambio, tesoros en el cielo, donde no hay polilla ni herrumbre que los consuma, ni ladrones
que perforen y roben. Allí donde esté tu tesoro, estará también tu corazón”. (Mt. 6.20)