Por: P. Guillermo Marcó
El Papa ha lanzado en este tiempo de Adviento el Jubileo de la Misericordia. Los jubileos -llamados años santos- se decretaban tradicional- mente cada 50 años. En la Iglesia, cada 25. El último fue en el año 2000. Como sólo pasaron 15 años, el que acaba de comenzar es extraordinario. Y se celebra en momento dificil. Medio Oriente se desangra por las acciones de Estado Islámico y de otros grupos. Europa se halla en estado de alerta por los atentados, que no tienen destino fijo, suceden en cualquier lado y contra cualquiera. El Papa dice que comenzó una tercera guerra mundial, pero por pedazos Francisco nos enseña con el jubileo que no hay que tener miedo. Él es valiente, y lo acaba de demostrar con su viaje a Africa, a países pobres desgarrados por la violencia como República Centroafricana, donde lleva un mensaje de paz.
Pero puede ser valiente porque cree en la vida eterna. El que ame la vida en este mundo la perderá, el que pierda la vida por mí la encontrará, dice Jesús. Pero el Año de la Misericordia nos invita también a no tenerle miedo a Dios.
Quiere resaltar la figura del Padre misericordioso que está aguardando la llegada del hijo perdido y que, cuando llega, pobre y maltrecho - después de haber dilapidado su herencia en una vida licenciosa, entre prostitutas y borracheras-, no lo llena de reproches, sino que lo abraza, lo besa, pone un anillo en sus manos y ordena matar al ternero engordado y hace fiesta. El hijo no llega arrepentido, llega por necesidad: “¡Cuántos trabajadores de mi padre tienen pan en abundancia y yo estoy aquí muriéndome de hambre!”, exclama.
Francisco propone revalorizar esta cara cercana de Dios, como la actitud de este padre que acoge a su hijo por amor, aunque este no lo merezca. El problema que entre- veo en este esfuerzo por subrayar su misericordia es que hasta hace 40 años y durante siglos la Iglesia amenazó a los pecadores con toda clase de castigos, en la vida presen- te y en la eterna, sobre todo por pecados privados y, más precisamente, ligados al ejercicio libre del placer y la sexualidad, y un gran número de gente se fue apartando porque después de mucha terapia decidió, en el mejor de los casos, que si Dios existe la había hecho libre para poder decidir por su vida sin que la Iglesia la “reprima”. En el peor, abandonó sus creencias por pensar que son anticuadas e inadaptables al tiempo de hoy. Si continuó con su fe vivió con conciencia de culpa. Es por eso que algún cardenal señaló un virtual cisma entre lo que la Iglesia enseña y lo que la gente practica.
Sería interesante que, en esta etapa, el Papa se animará a revisar la práctica del sacramento de la confesión –hasta el siglo XII estaba reservado para los pecados de es- cándalo público- y dejar más libre al creyente en su relación con Dios para que en su fuero íntimo pueda discernir lo bueno y lo malo. Y no usar la confesión como una bolete- ría para poder comulgar, o un consultorio psicológico gratuito donde desahogarse de los pecados de los demás.
Dios decide encarnarse entre pecadores, compartir con nosotros la pobreza de nuestra carne y sangre. Desde la Navidad existe la alianza más profunda que se pueda imaginar entre Dios y la carne: el niño Jesús llora, siente hambre, es sensible al cuidado y al cariño de una madre.
El tiempo de la misericordia es el que nos iguala a su altura, no porque hayamos crecido nosotros, sino porque El se abajó.