Por: Jesús M. Silveyra
Siempre que hay un nuevo santo nos preguntamos el por qué de la elección, más allá de las llamadas “virtudes heroicas” y los “milagros” exigidos para tal honor. El caso de Charles de Foucauld es algo muy especial, no sólo por la forma en que vivió y murió, sino por la cantidad de seguidores que tiene hoy.
Fue beatificado por Benedicto XVI el 13 de noviembre de 2005 y será santificado el próximo 15 de mayo por el Papa Francisco. Su infancia fue bastante desgraciada. Si bien tenía una hermana y una prima confidentes que lo mantenían cerca de la piedad católica familiar, por la época postrevolucionaria y liberal en que vivió, Carlos se alejó en la adolescencia de la fe y la práctica religiosa, volcándose a una vida en cierta forma licenciosa. El ingreso a la carrera militar por influencia del abuelo lo marcaría para toda la vida. Sus idas y venidas en el ejército, junto a los amoríos con su novia Mimí, sellan una juventud donde comienza, sin darse cuenta, la búsqueda de lo trascendente.
Así, el viaje exploratorio que realiza por Marruecos, vestido de mercader judío para no llamar la atención, lo marcarán a fuego en la experiencia del desierto y la llamada a la oración practicada en el islam, con aquella afirmación de que “Dios es grande”. Su regreso a Francia lo sumergirá en una vida vacía que inexorablemente tendrá que llenar. Viendo el fervor religioso de su prima Marie, se propone estudiar la religión católica y conoce al padre Huvelin, quien se convertirá en su director espiritual. Por aquél entonces su oración era: “Dios mío, si existes, haz que yo te conozca”. Y Dios irrumpirá en su vida.
Se confiesa con el padre Huvelin y este lo invita a comulgar. Recordará siempre aquel momento diciendo: “Apenas creí que había un Dios, comprendí que sólo podía vivir para él”.
Entonces, emprende su “aventura divina”, primero con un viaje a Tierra Santa, donde queda deslumbrado por los lugares, especialmente por la sencillez y austeridad de Nazareth. Al volver a Francia busca el lugar donde poder servir a Dios en silencio, castidad, sencillez, obediencia, trabajo, pobreza y oración. Un monasterio trapense fue el escogido en las montañas francesas, pero luego pidió ir a tierras del islam, y lo trasladaron al monasterio de Akbés, en Siria. Pero no bastó con esa vida austera de trabajo y oración, Carlos quería más, buscaba la vida oculta de Nazaret y comenzó a sentir que quería fundar su propia congregación que le permitiera mayor abyección. “Cuanto más baje, más estaré con Jesús”, se decía. Esto lo llevó a vivir como un simple mandadero en una choza junto al convento de las Hermanas Clarisas en Nazaret. Pero necesitaba más, aunque el padre Huvelin desde Francia tratara de calmarlo. Así fue como volvió a su tierra y se ordenó sacerdote, aunque esto en cierta medida le hubiese parecido un ascenso que iba en contra de su deseo de “enterrarse con el Señor”.
Así, revestido de Cristo y en el deseo de llevar la presencia del Señor a tierras del islam, regresa a Argelia y al desierto, en 1901. “Tengo que abrazar a todos los hombres”. Allí se convertirá en “el hermano universal”. Primero levantando su ermita en Benni Abbés cerca de la frontera con Marruecos y luego, mil quinientos kilómetros más al sur, en el corazón del desierto del Sahara, yendo a vivir en medio de los nómades de la tribu de los tuaregs. Así, la presencia solitaria de este hombre de Dios, se hará conocida entre todos los musulmanes del Hogar. El 1 de diciembre de 1916 muere asesinado, de rodillas y con las manos atadas, en la puerta de su ermita. Un joven de la tribu rebelde de los senusitas le dispara un tiro en la cabeza. Años antes, estando en Nazaret, había escrito: “Cualquiera sea el motivo que tengan para matarnos, moriremos en el puro amor, y nuestra muerte será un sacrificio de muy agradable aroma, y si no es un martirio, en el sentido estricto de la palabra y a los ojos de los hombres, será un sacrificio a tus ojos y será una imagen muy perfecta de tu muerte...”.
Al morir no tenía un solo seguidor, pero sus escritos estaban ya en Francia entre sus amigos y con el correr de los años, darían lugar a las primeras fundaciones. En 1933 surgirán la de los Hermanitos de Jesús y las Hermanitas del Sagrado Corazón. Actualmente la “familia espiritual” de Charles de Foucauld comprende varias asociaciones de fieles, comunidades religiosas e institutos seculares de laicos y sacerdotes, con cerca de 15.000 miembros repartidos en más de 90 países. Todo un milagro de quien amó hasta el extremo.