Los jóvenes del grupo misionero, año tras año, no dejaban de comentar con asombro la emoción que experimentaban cada mañana, al izar la bandera junto a los chicos de aquella escuelita a orillas del río Limay. Eran esos chicos los que les contagiaban esa unción patria. Ese gesto sencillo los hermanaba.
Era un momento muy significativo para ellos. Ocurre que en determinadas circunstancias, gestos que son vividos como una rutina en el ámbito escolar, adquieren otra dimensión. Nos mueven a mirar y a sentir con otra hondura. A ver más y más allá de lo que estamos acostumbrados. Los símbolos tienen esa función pedagógica. Nos toman de la mano y nos llevan de lo conocido a lo que se nos escapa a simple vista pero que merece ser reconocido. Nos une con la otra parte para completar lo que todavía nos estaba faltando. El símbolo nos dice que somos mucho más que lo que vemos, que hay una potencia unitiva que supera lo que disgrega. Que el orgullo que nos despierta ver flamear la celeste y blanca en los parajes más recónditos, sea una invitación a confiar en el tesoro que anida y que día a día se despliega en el esfuerzo y
compromiso de un pueblo terco en su esperanza.