Por: P. Guillermo Marcó
Estamos en la puerta de la Cuaresma. Hoy se celebra el “Miércoles de Ceniza”, inmediatamente después concluido el carnaval. Dicha fiesta tenía su origen en la de los saturnales de la sociedad romana. Una vez al año, antes de conmemorar el inicio del cosmos, se volvía al “caos primigenio”, se alteraban las relaciones familiares y revestidos de máscaras -para no ser conocidos- hombres y mujeres se entremezclaban en una orgía colectiva.
En tanto, el Miércoles de Ceniza le recordaba al hombre la pobreza de su condición. Porque, aunque pretenda eternizarse, ser siempre joven y poderoso, va a volver al polvo del que fue tomado: “Recuerda que eres polvo y al polvo volverás”, dice el sacerdote mientras impone las cenizas sobre la cabeza de los fieles.
La Cuaresma nos invita a la introspección. Todos tenemos cosas de que arrepentirnos individualmente, a diferencia de los soberbios que se creen perfectos y sin errores, que nunca rectifican sus acciones y se comportan como déspotas con los demás. El hombre religioso, en cambio, sabe que
tiene la oportunidad para intentar corregir su camino equivocado. Comunitariamente también tene mos cosas que rectificar, sobre todo en lo referente a la violencia social, la desigualdad, el homicidio y la venganza.
Dostoiewski, en su célebre libro “Crimen y Castigo”, narra que Raskolnikov, el protagonista de la obra, se yergue como un superhombre y pretende situarse por encima del bien y del mal. Para demostrarlo, comete un homicidio y así se convence de que no debe acatar ninguna ley moral. En su
lucha por conquistar esa impasibilidad que lo exime del pecado no puede sobreponerse a su conciencia, que desde lo hondo de su espíritu le dice que es un criminal.Nuestros delincuentes de hoy carecen muchas veces de conciencia porque están drogados. Bajo el terrible influjo de los estupefacientes,
no saben lo que hacen. Suele decirse que antes hasta los ladrones tenían y respetaban sus códigos de marginalidad.
Del otro lado se erige una sociedad acosada y escandalizada por la delincuencia. El problema es de todos y, aunque nos cueste reconocerlo, estamos pagando el precio de ser una sociedad donde no se predica con el ejemplo. Se presentan dos alternativas: el endurecimiento de penas y la apuesta a la
educación y las oportunidades sociales, que saquen a la gente de su marginalidad y pobreza.
Cuando he tenido la suerte de convivir en otras sociedades más organizadas me pregunté si serían distintos a nosotros. Pude comprobar que no, que simplemente tienen leyes medianamente justas y que se cumplen. En ellas quien, en su libre albedrío, decide no acatarlas se hace merecedor de una
multa o una pena que de verdad se efectiviza. Son sociedades que, en su conjunto, alcanzaron una cierta equidad social.
No se puede dejar de reconocer que la destrucción sistemática de la familia tuvo su incidencia en los jóvenes que hoy delinquen. Ellos reciben lo que pueden darles la calle y los amigos por toda contención afectiva. Fomentar desde nuestras comunidades la familia, la educación en los valores trascendentes y el deporte, y enseñar a escuchar la voz de la conciencia puede ser un buen camino para que Dios nos vuelva a mirar y vea que todavía como sociedad podemos ser “buenos”.
Apostar en serio a la educación y construir más escuelas que institutos de menores, solucionará nuestro problema en el futuro. De lo contrario, solo endureciendo penas, estaremos remontando un barrilete en un vendaval.