Por Sergio Rubin
Acaso uno de los aspectos de estudio -en rigor, no el de menor importancia- de la vida de Fidel Castro que sería bueno que profundizaran los historiadores es cómo influyó en su pensamiento y su accionar su formación religiosa y por qué fue virando de un respeto a lo religioso, a su abierto rechazo y combate hasta llegar, ya de grande, a una cierta consideración, además de acceder a algunos reclamos de la Iglesia y aceptar la gestión de un Papa para el restablecimiento de relaciones con los Estados Unidos. De hecho, entró a la lucha revolucionaria con la expectativa favorable de la Iglesia -como de muchos otros actores- y hacia el final de su vida permitió que Cuba empezara a hacer algunos cambios, aunque tibios, de la mano de la Iglesia.
Algo es seguro: los jesuitas se cruzaron al comienzo y al final de su trayectoria. En Santiago de Cuba, después de cursar la primaria en un colegio lasallano, hizo la secundaria en uno de la Compañía de Jesús, que completó en La Habana en otro establecimiento jesuita. Hay quienes creen que el pensamiento del progresismo jesuita fue un influjo para la lucha que luego asumiría. En 1953 tras el fracasado asalto al Cuartel Moncada y su posterior detención, el entonces arzobispo de Santiago, monseñor Enrique Pérez Serrantes, lo salvó al joven Fidel -tenía 26 años- de ser ejecutado por el gobierno Fulgencio Baptista. Incluso, Pérez Serrantes estuvo en la toma del poder de Castro, el primero de enero de 1959.
Era claro por entonces el entusiasmo de la Iglesia con Castro y su revolución. De hecho, poco después del triunfo, Fidel llegó a decir: “Los católicos cubanos han prestaba su colaboración más decidida a la causa la libertad.” Pero a medida que régimen se fue estableciendo las cosas se pusieron mal para la Iglesia. Propiedades incautadas, medios de comunicación controlados, represión de miembros de la oposición. Y la Iglesia cayó en la volteada, que empezó a reclamar en cartas pastorales por las propiedades que le eran quitadas y por la supresión de la libertad para expresarse. En 1961, unos 300 sacerdotes y monjas fueron expulsados de Cuba, acusados “actividades antirrevolucionarias.”
Al año siguiente, Cuba fue declarada constitucionalmente un país ateo y no se podía ser miembro del partido comunista y a la vez de la Iglesia católica. A juicio de la historiadora cubana Silvia Pedrazza, de la Universidad de Michigan, las cosas, sin embargo, comenzaron a cambiar a partir de la caída del Muro de Berlín, en 1989. Porque Pedraza considera que el fracaso del socialismo real llevó a quienes vivían bajo ese régimen a plantearse si no debían creer en algo superior a una ideología. Eso, cree, estuvo en el fondo de la decisión de Castro de cambiar en 1992 la Constitución y declarar a Cuba un estado laico, permitiendo que los miembros del partido comunista también integren las filas de la Iglesia.
Los gestos de Castro no se detuvieron allí. Acaso apremiado por el fin del desmembramiento soviético y la suspensión de la ayuda económica, que aumentó las penurias en la isla, Castro visitó en 1996 al Papa Juan Pablo II y lo invitó a su país. El histórico viaje se concretó dos años después, ocasión en la que el pontífice polaco pronunció la recordada frase: “Que Cuba se abra al mundo y el mundo a Cuba”, confirmando una línea política del Vaticano que nunca cortó relaciones con el régimen cubano. En aquel entonces, la Iglesia le arrancó un primer logro: que el gobierno reimplantara el feriado navideño. A cambio, el Papa condenó el embargo norteamericano a la isla, si bien no se privó de criticar aspectos del régimen.
En 2012 fue el turno de la visita de Benedicto XVI, que tampoco se privó de hacer señalamientos fuertes, pese a que consiguió que también se restableciera el feriado de Viernes Santo. Pero siempre se movió apostando al largo plazo buscando espacios para la difusión de su mensaje religioso. En aquel momento, Joseph Ratzinger lo sintetizó casi brutalmente: “La Iglesia está para evangelizar, no para cambiar gobiernos”.
Lo cierto es que tres años después su sucesor, el Papa Francisco se convertiría en una figura clave del restablecimiento de relaciones entre Cuba y los Estados Unidos. Así, como en el comienzo de su vida, hacia el final otro jesuita se le cruzaba a Fidel. Resta ver si este discípulo de San Ignacio de Loyola termina haciendo una contribución clave para el fin de una utopia fracasada ahora que ya no está su principal mentor.