Por Jesús M. Silveyra
Escritor*
Madagascar es una isla (la cuarta en tamaño del mundo), que se encuentra en el Océano Índico, a unos cuatrocientos kilómetros frente a Mozambique. Esta ex colonia francesa, que alcanzó su independencia en 1960, tiene una población de 25 millones de habitantes. Ubicado entre los diez países más pobres del mundo, con el 71% de la población debajo de la línea de pobreza y tres cuartas partes que vive con menos de 500 dólares al año, tiene el cincuenta por ciento de los niños mal nutridos y el cincuenta y uno por ciento tiene problemas de acceso al agua potable. Cifras del Banco Mundial que hablan por sí solas del nivel de marginalidad y pobreza.
El misionero de la Congregación de San Vicente de Paul, Pedro Pablo Opeka, en 1970, con tan sólo veintidós años de edad, llegó por primera vez a la isla. Este sacerdote argentino, hijo de eslovenos (que emigraron a nuestro país luego de la segunda guerra mundial), comenzó así una historia de vida consagrada a los pobres que se extendería por más de cuarenta años de estancia en Madagascar. Luego de dos años de misión en el sur de la isla, viajó a Europa para completar sus estudios teológicos y en 1975 fue ordenado sacerdote en la Basílica de Luján, para retornar definitivamente y hacerse cargo de una parroquia en el sur de la isla.
Desde muy chico aprendió el oficio de albañil de su padre y durante los quince años que pasó en aquél perdido lugar no sólo se ocupó de la formación de cientos de grupos de jóvenes (tanto en la espiritualidad como en el deporte, ya que Pedro era un eximio jugador de fútbol), sino que construyó escuelas, dispensarios e iglesias. En 1989, con su salud quebrantada por el paludismo (malaria), fue elegido para hacerse cargo del seminario en Antananarivo, la capital del país.
El primer impacto que le produjo la ciudad fue la miseria circundante: gente viviendo en las calles y en los basurales de los suburbios en condiciones infrahumanas, donde los niños peleaban con los cerdos por un trozo de comida. Fue en ese momento que Pedro se dijo: “tengo que hacer algo, esta gente no puede vivir así, Dios no lo quiere, son los hombres los que lo permiten”.
Así, según me diría: “cuando más débil me sentía, actuó más fuerte la Providencia”. Una mañana, a mediados de 1989, Pedro fue a las colinas de Ambohimahitsy, donde la gente vivía en casas de cartón próximos al basurero municipal, en un estado que describiría como de un verdadero “infierno”. La violencia, prostitución, el consumo de drogas y el alcoholismo, eran moneda corriente para aquella gente que repartía su vida entre los vicios, la mendicidad y el cirujeo en los basurales. “Un hombre me hizo pasar a su casucha de cartón de un metro veinte de altura”. Allí dentro, frente a un pequeño grupo, Pedro les dijo: “Si están dispuestos a trabajar, yo los voy a ayudar”. Y la gente aceptó la propuesta, dando comienzo “una historia de amor o aventura divina para salir de la pobreza”, como la definiría el padre Opeka.
Con la colaboración de un grupo de jóvenes universitarios, nació la Asociación Humanitaria Akamasoa (que en lengua malgache significa: “Los buenos amigos”). Pedro consiguió tierras fiscales y ayuda económica para comprar materiales, alimentos, herramientas y semillas. Un grupo de las familias fue trasladado al campo para iniciar una nueva vida, naciendo así el primer pueblo de la Asociación, al que llamaron: “Don del creador”. Con las restantes familias que permanecían en los suburbios de la capital, iniciaron la construcción del segundo pueblo, llamado Manantenasoa (“Lugar de Esperanza”), comenzando a explotar una cantera y a levantar viviendas dignas para la gente.
Hoy, luego de veintisiete años de intenso esfuerzo, los números reflejan los resultados obtenidos. Más de veinte mil personas viven en los cinco pueblos de la Asociación. Miles de chicos asisten a las escuelas y otros miles de personas trabajan en las distintas actividades de Akamasoa que van desde la explotación de canteras, fabricación de muebles y artesanías, hasta la prestación de los servicios comunitarios: educación, salud, y mantenimiento. Cada pueblo cuenta con su dispensario y tienen un hospital. Asimismo, desde su fundación más de quinientas mil personas han pasado por su Centro de Acogida, donde reciben ayuda temporal y son encaminados a reorientar sus vidas.
A mediados de 2004, viajé al lugar para escribir un libro sobre la vida del padre Opeka. Su personalidad me impactó desde el primer momento, lo mismo que le ha ocurrido a quienes lo han propuesto varias veces para el “Premio Nobel de la Paz”. Pedro es un líder nato que combina valentía con dulzura, porque como dice él “ambas van de la mano”. A su condición de sacerdote misionero, agrega las de deportista, constructor y filósofo de la promoción social. “El asistencialismo, cuando se vuelve permanente (excepto en los casos de ancianidad, niñez o incapacidad) termina convirtiendo en dependiente al sujeto de la asistencia y Dios vino al mundo para hacernos libres, no esclavos”. Según Pedro, no existe una receta única para salir de la pobreza. “Se sale con el corazón y la voluntad, con el trabajo duro y el esfuerzo”.
Para él, la única forma de que los pobres y excluidos recuperen su dignidad es “a través del trabajo y la educación”. De allí que en Akamasoa todo esté centrado en ello. El gran secreto de esta obra humanitaria, ha sido saber canalizar los recursos recibidos en obras concretas y perdurables en el tiempo, generando, a la vez, fuentes de empleo para los habitantes de los pueblos, pero sin cerrar la comunidad. De allí que muchos de los miembros de Akamasoa trabajen fuera de la Asociación y que miles de niños y enfermos venidos de afuera sean atendidos y educados por ellos.
“Lo que ocurre en muchos países en vías de desarrollo es que los recursos disponibles para la acción social son mal utilizados por el Estado”, afirma Pedro. En cambio, en Akamasoa, cada donación que ingresa tiene un destino prefijado y controlable por parte de sus benefactores. El objetivo es ser autosustentables y es lo que impulsa a toda la comunidad a vivir en la esperanza basada en los resultados obtenidos, donde cada piedra, puerta, habitación, sala o techo, ha sido cimentada por el propio esfuerzo de los habitantes del proyecto. “Hay que combatir el asistencialismo hasta en la propia familia. Porque si no, no dejamos crecer a los hijos y los acostumbramos a recibir todo de los padres. Asistir a alguien sin ninguna exigencia es matarle su espíritu de iniciativa". Pedro apuesta fundamentalmente a las nuevas generaciones nacidas y educadas en Akamasoa. Ellos son la mejor prueba de que salir de la pobreza es posible si al ser humano se le dan oportunidades y herramientas para lograrlo. “Prefiero que un día me echen de aquí por haberlos hecho trabajar, a que me levanten un monumento diciendo que el padre era muy bueno y nos daba todo sin exigirnos nada a cambio”.
(*) El autor es escritor del libro “Un viaje a la Esperanza”, sobre la obra de Pedro Opeka (editado por Lumen).