Por: Norma Kraselnik
Los espacios de culto en donde las tribus de Israel ofrecían sus sacrificios o erigían sus altares tuvieron variadas formas y se ubicaron en distintas extensiones de tierra.
Algunos se convirtieron en sagrados luego de una teofanía, como el santuario de Bet El, después de la visión en el famoso sueño de Jacob o el lugar en el que Moisés vio la zarza ardiente. Otros se establecieron allí donde algún elemento natural hizo reconocer la presencia de Dios: una aguada, una altura. Otros fueron preparados con señales a los efectos de convertirlos en territorios sagrados, como Guilgal, en época de Josué, que quedó delimitado por un círculo de piedras.
Durante la travesía de los hebreos por el desierto, la tienda que portaban los levitas –Ohel Moed– y que contenía las Tablas de Ley se convirtió en el centro del culto.
Años más tarde, una vez establecidos en su tierra y con la monarquía instituida, el rey Salomón construyó el Templo de Jerusalén, que se constituyó en el foco neurálgico de la vida religiosa. Hacia allí se dirigían los peregrinos y realizaban sacrificios de animales o entregaban ofrendas vegetales que quemaban parcial o totalmente en el altar en una ceremonia liderada por algún sacerdote.
En el año 586 a.e.c., el Templo de Jerusalén fue destruido y el pueblo hebreo fue conminado al exilio. Esta nueva situación generó la aparición del Bet Kneset, casa de reunión, morada de asamblea, un lugar que recuperaba la práctica ritual, esta vez sin los sacrificios ni las ofrendas, pero sí con la Tefilá: la plegaria, el rezo, la oración en su lugar.
Aun cuando el Segundo Templo de Jerusalén fue reconstruido, tanto en la misma ciudad de Jerusalén como en el resto de las ciudades de la Mesopotamia en donde siguieron viviendo los judíos, estas casas de reunión permanecieron a lo largo del tiempo y tuvieron actividad plena.
Existen textos postbíblicos que registran la presencia de estos lugares de estudio y oración, denominados en griego Synagôgê: congregación, asamblea.
Una característica fundamental de la oración en la concepción judía es que se la considera una actividad comunitaria, colectiva.
Si bien un individuo puede rezar individualmente, se requiere de un quorum mínimo para recitar las porciones más importantes de cada oficio religioso. Dicho quorum se llama Minián y está integrado por un mínimo de diez personas mayores. Las comunidades ortodoxas identifican a esas personas como varones mayores de 13 años, mientras que las comunidades más liberales han incorporado al concepto del Minián también a las mujeres.
La sinagoga es también el lugar de celebración de algunos ritos de pasaje, como el Bar o Bat Mitzvá, ceremonia que realiza un joven judío o una joven judía cuando cumplen trece y doce años, respectivamente. Los adolescentes marcan así el inicio de sus vidas adultas, responsables, para el pueblo de Israel, y para ello leen públicamente del rollo de la Torá en presencia de su comunidad.
La sinagoga también puede ser el escenario en donde se instala un palio nupcial –Jupá–y se celebra una boda en presencia de testigos.
El templo es, hoy más que nunca, un espacio de estudio, de encuentro, de propuestas y actividades desarrolladas para mantener el espíritu de la kehilá, la comunidad.