Martes 18.03.2025

compromiso - autor: Jesús María Silveyra

Por amor a la vida

El Papa distinguió al padre Opeka por su labor social en uno de los países africanos más pobres.
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Al ver unos niños que peleaban por un trozo de cerdo para comer, el padre Pedro Opeka pensó: “Tengo que hacer algo, esta gente no puede vivir así, Dios no lo quiere, son los hombres los que lo permiten, sobre todo los políticos que no cumplen lo que prometen”. Así, a mediados de 1989, se juntó con gente que vivía en casas de cartón junto al basurero municipal de Antananarivo, capital de Madagascar, y les dijo: “Si están dispuestos a trabajar, yo los voy a ayudar”. De esta manera, marcó desde el comienzo la filosofía de su obra, centrada en el trabajo y la educación para que el pobre recupere su dignidad. E inauguró la Asociación Humanitaria Akamasoa (“Los Buenos Amigos”).
Pedro Pablo Opeka, de la Congregación de la Misión de San Vicente de Paul, recibió de la fundación italiana San Mateo el premio “Solidaridad y Desarrollo 2008” por
su labor en Madagascar, en presencia de Benedicto XVI, el miércoles pasado. Nació en San Martín, en el Gran Buenos Aires el 29 de junio de 1948, de inmigrantes eslovenos. Su infancia la repartió entre los estudios, su pasión futbolera y la ayuda a su padre en la construcción. Estudió en el colegio de los vicentinos de Lanús y Escobar y, a los 18, entró al seminario de San Miguel. A los 20 dejó la Argentina y viajó a Europa donde estudió filosofía y teología, con un paso de dos años por Madagascar como voluntario. En 1975 fue ordenado en la Basílica de Luján y regresó a Madagascar. Hace 32 años que vive en la isla africana castigada por la pobreza, entregando su vida a los necesitados. 
Pasó sus primeros 15 años a cargo de la Misión de Vagaindrano, en el sur de la isla, donde se ocupó de la parroquia, construyó escuelas, dispensarios y una iglesia. Allí contrajo paludismo. En 1989, con su salud quebrantada, se hizo cargo del seminario de la Congregación en Antananarivo. La crisis económica era total y se encontró con gente viviendo en las calles y en los basurales en condiciones infrahumanas. El gran secreto de Akamasoa fue canalizar la ayuda externa recibida en obras concretas y verificables: viviendas, escuelas, hospital, dispensarios y terrenos deportivos. Generando, a la vez, fuentes de empleo. 
“El asistencialismo, cuando se vuelve permanente (salvo extrema necesidad) convierte en dependiente al sujeto de la asistencia y Dios vino al mundo para hacernos
libres, no esclavos”, decía Pedro en 2004, cuando lo entrevisté para el libro “Un viaje a la Esperanza” (Ed. Lumen). En Akamasoa, todos deben trabajar para cambiar la realidad. Hoy, a 19 años, los números hablan por sí solos: 17.000 personas tienen su propia casa en cinco pueblos de la Asociación; 8.000 chicos asisten a las escuelas  y  3.000 personas trabajan en canteras, fabricación de muebles y artesanías, y servicios comunitarios. Asimismo, más de 250.000 personas reciben ayuda  temporal en su Centro de Acogida.