Por: P. Guillermo Marcó
Hace dos años que treinta universidades, la Academia Nacional de Educación, la Pastoral Universitaria del arzobispado de Buenos Aires, empresas como Medicus y gremios como el sindicato del personal no docente de las universidades venimos trabajando en el desarrollo de lo que llamamos el Observatorio de la Prevención del Narcotráfico (OPRENAR). La sociedad -y sobre todo los jóvenes- se despertaron hace pocos días con la conmoción de saber que la droga puede matar en forma fulminante, a partir de las cinco muertes que se produjeron en la denominada fiesta electrónica “Time Warp”, en Costa Salguero.
Fue lamentable escuchar tanto comunicador buscando chivos expiatorios, sin hacerse cargo del núcleo del problema: la adicción a las drogas. Sin duda, hablar de este tema resulta más incómodo.
Existen estereotipos sobre el por qué un joven se droga. Muchos plantean que es porque tiene problemas familiares, no tiene proyectos, huye de realidades marginales y dolorosas. Pero aquí el cuadro era del todo diferente. La mayoría eran graduados o estaban estudiando, trabajando, varios tenían novio/a. Todos tenían familias y amigos que dijeron “presente” ante la tragedia. Por lo tanto, al menos en apariencia no estaban solos.
Dentro del marco de las adicciones que como sociedad toleramos, los jóvenes han incorporado la droga como algo normal. La sociedad, cuando yo era joven, alentaba fumar. Aunque hoy suena ridículo, se asociaba el cigarrillo al deporte. Había ceniceros en todas partes. Se podía fumar en aviones, hospitales y, por supuesto, en los bares. Hoy si prendes un cigarrillo más de uno te mira con mala cara. La sociedad decidió condenar al cigarrillo porque trae cáncer y lo arrinconó a espacios al aire libre.
Todos estos años se ha promovido desde el Estado, los comunicadores y los actores la “no condena” al uso de la droga. Es “cool” drogarse. Es un viaje, un estímulo para vivir mejor. ¿Pero realmente escaparse de la realidad y no asumirla es vivir mejor? Me pregunto si esto no tendrá que ver con el tema de los valores, con una sociedad que vive frívolamente, que no quiere asumir en forma madura que el cuerpo se cansa, que no se puede estar a full doce horas seguidas porque el físico “no da” y que necesita estimulantes para vivir fuera de las posibilidades reales del organismo. Claro que el cuerpo después se cobra su precio.
Una droga constituida en medicamento necesita ser recetada por un especialista. Antes, el laboratorio que lo elaboró sopesó sus ingre- dientes y el Estado a través de la Administración Nacional de Medicamentos (ANMAT) lo controló. Tiene un prospecto donde advierte los riesgos colaterales. Alguien se hace responsable. Quien teniendo un grado de formación universitaria elige maltratarse y exponerse a cualquier peligro, incluso letal porque está dispuesto a drogarse con cualquier cosa, tiene una responsabilidad en el daño que se hace y también en el que le hace a sus se- res queridos que sufren por él.
Sólo la contención familiar, la sinceridad para hablar de cualquier tema y la advertencia de la seriedad del problema de las adicciones podrán darle al adolescente elementos para elegir qué hacer de su vida. Como le escuché decir hace poco al decano de la Facultad de Medicina de la UBA: “hay que ser cruelmente sincero. No existe droga buena. Todas, sin excepción, dañan de a poco o en forma letal nuestro organismo.”