Lunes 21.04.2025

Interludio de Pesaj

Por: Daniel Goldman

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El profeta –afirma A. J. Heschel- es un hombre que se siente abatido y aturdido ante la feroz codicia del hombre. Sabe que Dios ha impuesto una misión sobre su alma, Su tarea es una forma de vida y un punto de encuentro.

De todos ellos, Elías resulta ser uno de los personajes más interesantes de la Biblia Hebrea. Sin tener un libro que lleve su nombre como portada, la tradición judía le da el carácter de profeta. Su infancia y juventud son un misterio. Salvo que nació en la zona de Tisbi, no sabemos nada de su procedencia íntima y anterior a su inspiración numinosa.  Lo único que podemos deducir por su comportamiento y emociones, es que transitó una vida llena de confusión. A diferencia de otros que coquetearon con cierta moral neutral, su misión marcó el comienzo del fin de la adoración al Dios Baal en el seno de los propios israelitas.

En determinados momentos, según lo que testimonia el texto de Reyes I, fue valiente y decidido, y otras veces, aprensivo y temeroso. En más de una oportunidad, en sus derrotas ostentaba su victoria y, paradójicamente, en sus victorias exhibía su derrota. Conoció las peligrosas tramas del poder y buceó las profundidades de la depresión. Pero lo que encanta de Elías es que, detrás de cada una de sus pasos, aunque fuesen fallidos, siempre se transmite la sensación de recuperación. Un anti-kafkiano por excelencia.

La primera vez que nos encontramos con Elías en el citado libro de Reyes I es cuando irrumpe para desafiar al infame rey Acab, profetizando una sequía en contra del monarca. Aprende a lidiar con la vergüenza y el orgullo y finalmente exclama sus impresiones sin cortapisa. Por los caminos de la puja, es perseguido. Se esconde cerca de un arroyo. Cuando aumenta la sequía, de manera milagrosa, se le provee suficiente comida. Presiente que toda contradicción requiere de incesantes riesgos.

Por estas y otras sagas, de mano de otro profeta, Malaquías, se predice que Elías retornará algún día. En esta suerte de regreso, hay una asignación de esa figura a ocupar una esfera cuasi mesiánica, que lo jerarquiza en un lugar medular en la fe de Israel. Y así, de manera figurativa, a Elías se le reserva un espacio destacado en la noche de Pesaj, transformándose en el invitado de honra.
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Agrega Malaquías sobre la personalidad de Elías que cuando asome: “Él retornará el corazón de los padres al de los hijos, y el de los hijos con sus padres” (4:6). Presumo que éste versículo contiene la razón de su figurativa presencia, testificada con una copa de mayor tamaño, en el banquete de los comensales. El mensaje advierte, de manera sutil, no depositar nuestras expectativas de refinamiento espiritual en los templos y en las instituciones, porque el inicio de la Era Mesiánica comienza en el encuentro familiar, en la intimidad de nuestra casa. El proceso de cambio nace en lo doméstico y se dirige a lo cósmico, surge de lo habitual y apunta a lo planetario, germina en lo hogareño y brota en lo sagrado. Entonces, ¿qué es el Pesaj, la Pascua judía? Un desafío a lo imposible. Un momento de reconciliación, de restablecimiento, de “re-unión”. Una suerte de despliegue de la vieja alteridad. En definitiva, un laboratorio en el que, debajo de la superficie de cada palabra, emana un valor a representar.
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En la cena pascual, lo primero que realizamos cuando nos sentamos a la mesa es levantar la matzá, nombrarla y mostrarla. Es el pan ácimo que hemos ingerido cuando sufrimos la tiranía faraónica. En su rugosidad, descubrimos que el problema de la tiranía no es exclusivamente el de la comida. Se le añade al alimento la mala digestión, o sea, la dificultad fisiológica para que esa comida se metabolice de forma adecuada. Porque la matzá, además de insulsa, no cae bien. Al presentarla y nombrarla en el ritual, la convertimos en metáfora concreta, en símbolo hecho palabra. Todo vocablo es vehículo de conciencia. Por eso, en la noche de Pesaj compartimos la matzá como una alegoría de la dignidad, de modo tal que, aunque no sea sabrosa, nadie sufra de hambre ni de desprecio. El significado vibra como un cristal. “Aquel que tenga hambre que venga y coma”, entonamos al exhibirla. Celebrar es el modo religioso de elevar el valor, derivándolo en acción cotidiana. Difícil oficio el de andar construyendo fraternidad. Aunque no caiga bien, fraternidad es que a mi hermano no le falte. Más complejo que la alteridad.
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Volviendo a Elías, cada año celebramos un nuevo tiempo de redención, en el que percibimos en nuestra matzá alusiones e historias de libertad. Las tradiciones de emancipación nos guían a la irreductible y sana manía de creer siempre en un futuro mejor. Un refrán del idioma bíblico consigna una curiosa teoría: “Al final, va a estar bien. Y si no está bien, no es el final”.

En este escenario de tantas dificultades que atravesamos en estos tiempos, que la distancia nos reúna, para que el profeta nos encuentre más compasivos para su llegada.

* Rabino de la comunidad Bet El
Co-presidente del Instituto de Diálogo Interreligioso (IDI)