Por: P. Guillermo Marcó
Cada año, la Semana Santa cambia de fecha. No es un error del calendario, ni un capricho de la tradición. Es que la Pascua —tanto la judía como la cristiana— está unida a la luna. A diferencia de otras fiestas que se fijan por el sol, esta se rige por el primer plenilunio de la primavera del hemisferio norte. Hay algo profundamente simbólico en esto: el misterio de la vida, de la muerte y de la resurrección no está atado a números exactos, sino al ritmo del cielo, al movimiento de los astros.
Jesús sube a Jerusalén para celebrar la Pascua. Sabe que será la última para él. Lo hace como quien va al encuentro de su destino, pero sin perder la ternura. La gente lo aclama con ramas de palma, lo recibe como rey, aunque él elige entrar montado en un burro. La escena tiene algo de fiesta popular, pero también de profunda contradicción: el que viene a dar la vida no se impone, se entrega.
En la intimidad de la última cena Jesús se sienta a la mesa con sus amigos. No solo con los fieles: también con quienes lo van a negar, con quienes lo van a traicionar. Parte el pan, ofrece el vino. Pero esta vez no habla de Egipto ni del faraón. Habla de sí mismo: “Esto es mi cuerpo… esta es mi sangre…” Cambia el centro del relato. Ya no es solo el recuerdo de una liberación pasada, sino el anuncio de una que está por suceder: la del alma humana, de cada uno de nosotros, de nuestras esclavitudes más íntimas.
Después, viene la noche. La angustia. La oración en soledad. El abandono de los amigos. El beso que no es afecto, sino señal de entrega. Y luego, la injusticia. El escarnio. La violencia. El silencio del que sufre sin defenderse. La cruz.
En la cima del Gólgota, Jesús no grita venganza. No pide castigo. Solo dice: “Todo está cumplido.” Y muere. Pero ese final aparente guarda el mayor de los comienzos.
Dicen que un soldado, al ver que ya había muerto, atravesó su costado. Y que de su corazón brotaron sangre y agua. La tradición ve ahí el signo de dos sacramentos: el bautismo y la eucaristía. Pero también podría leerse como lo más humano de todo: ese corazón, traspasado, sigue latiendo en quienes eligen vivir con amor.
Jesús es sepultado, pero no para siempre. En el silencio del Sábado Santo, la esperanza madura en lo profundo. Y el domingo, temprano, la tumba está vacía. No hay cuerpo, no hay muerte, no hay final. Solo una voz que dice: “¿Por qué buscan entre los muertos al que vive?”
La Pascua no es solo una fecha. Es una manera de mirar la vida. De entender que el sufrimiento no es la última palabra. Que la cruz no es derrota, sino entrega. Que el amor verdadero no se queda en el discurso, sino que se parte como el pan y se derrama como el vino.
En Jesús resucitado, la vida tiene la última palabra. No la muerte. Y con él, todos renacemos.
Muy feliz Pascua. Que también en vos, la vida vuelva a empezar.